Con maña,
tranquilidad.
Con la delicadeza de
un relojero y el amor de una madre.
Como una caricia.
Dulce, suave,
persistente.
Como quien canturrea
dando vueltas al caldo en el fuego,
y da un beso en la
sien,
en un idioma que no
hablamos ninguno y entendemos todos.
Un cuadro de
Vermeer.
Pausado, bello,
luminoso.
Como el segundo de
paz al apagar el coche,
antes de volver a la
vida,
acurrucado en el
silencio repentino de la radio.
Como la vista del
valle desde el monte,
con cuadros de
colores de las parcelas,
todos distintos,
todos vivos,
y tu en el monte,
mirando
todo.
El cielo,
el horizonte.
Y yo
mirando tus
suspiros,
el rizo que
aleatoriamente se mueve más allá del resto del pelo,
como un niño que
baila
y rie
para después
dormir.
Y me miras después,
como si yo fuera el
horizonte,
el cielo,
sin ser yo nada de
eso.
Pero no me importa.
Y tu lo sabes, no
soy perfecto,
dejo abiertas
puertas en lugar de ventanas,
y cierro cajones
cuando hay que abrir la boca.
Pero calladamente
sabes que no importa,
aunque a mi sí.
Y yo te veo tan
perfecta cuando abres las ventanas,
y subrayas lo que
hay que destacar:
las sonrisas, los
susurros en el oído,
despertarme a besos
en mi ceño fruncido.
A veces pausas las
cosas bellas,
y otras las pasas
tan rápido que me dejas mudo,
pero no me importa,
porque de bellas no
importa la velocidad.
Hay a quien se le
olvida que la mejor parte de dormir acompañado es soñar juntos.