viernes, 14 de octubre de 2016

Con maña, tranquilidad.
Con la delicadeza de un relojero y el amor de una madre.
Como una caricia.
Dulce, suave, persistente.
Como quien canturrea dando vueltas al caldo en el fuego,
y da un beso en la sien,
en un idioma que no hablamos ninguno y entendemos todos.

Un cuadro de Vermeer.
Pausado, bello, luminoso.
Como el segundo de paz al apagar el coche,
antes de volver a la vida,
acurrucado en el silencio repentino de la radio.

Como la vista del valle desde el monte,
con cuadros de colores de las parcelas,
todos distintos, todos vivos,
y tu en el monte,
mirando
todo.
El cielo,
el horizonte.
Y yo
mirando tus suspiros,
el rizo que aleatoriamente se mueve más allá del resto del pelo,
como un niño que baila
y rie
para después dormir.
Y me miras después,
como si yo fuera el horizonte,
el cielo,
sin ser yo nada de eso.
Pero no me importa.

Y tu lo sabes, no soy perfecto,
dejo abiertas puertas en lugar de ventanas,
y cierro cajones cuando hay que abrir la boca.
Pero calladamente sabes que no importa,
aunque a mi sí.
Y yo te veo tan perfecta cuando abres las ventanas,
y subrayas lo que hay que destacar:
las sonrisas, los susurros en el oído,
despertarme a besos en mi ceño fruncido.

A veces pausas las cosas bellas,
y otras las pasas tan rápido que me dejas mudo,
pero no me importa,
porque de bellas no importa la velocidad.


Hay a quien se le olvida que la mejor parte de dormir acompañado es soñar juntos.

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