jueves, 13 de octubre de 2016

El cuervo

Estaba sentado en el sofá cuando entró el cuervo en mi habitación. Y claro, mi segundo pensamiento (El primero fue la sorpresa) fue “Nunca más”, sin embargo ese cuervo no dijo nada. Aunque a decir verdad tampoco le hablé a él. Tal y como entró decidí no molestarle, al fin y al cabo soy animalista y no creí que pudiera romper nada, por lo que lo dejé estar y a su forma él me dejó estar a mi. Nos contemplamos un buen rato. Yo le contemplaba muy detenidamente. Su color era verdaderamente bello, a ratos mate a ratos brillante, y cuando abría las alas era magnífico, y yo, desde mi sofá, lo observaba e incluso sonreía en su presencia. Él sin embargo no parecía admirado por mi presencia, e incluso a veces sentía que no me veía, como si mi yo se hubiese puesto al nivel del yo del sofá o del yo de la mesa redonda del centro de la habitación.
Tras un largo rato de calmadas observaciones (Fueron segundos, minutos u horas no lo sé) quise ir a la cocina. Y quizá ahí algo de mi empezó a ver problemas o más bien preocupaciones cuando no supe si dejar solo al cuervo era buena idea, pero en cuanto me moví vi clara su intención de seguirme lo que me dio cierto alivio, cierta calma pensar que no iba a cambiar nada moviéndome yo. Llegué a la cocina y casi incluso el cuervo entró a la cocina antes que yo, anticipando mis pasos. Al llegar volví a quedarme mirando el cuervo. Verdaderamente bello, con un punto de aterrador que lo hace muy atractivo. Al rato saqué dos vasos de agua y el cuervo ni miró el suyo. Le ofrecí pan y lo rechazó. Decidí hacerme un sandwich y una vez terminado miró con ganas mi sandwich y le ofrecí trozos que cogía con una delicadeza felina, lo que hizo que no temiera ofrecerle comida, como sucedería en adelante.
El cuervo seguía mis pasos allá donde fuera, pero si estaba con gente se alejaba, y notaba como me observaba desde lo lejos, lo suficientemente cerca para que el supiera que podíamos vernos y lo suficientemente lejos para no decirle a los que estaban conmigo “Mirad, ¿veis ese cuervo? Me sigue a todas partes”. Habría quedado extraño y estúpido, aunque sí me sorprendía la gente preguntándome por qué estaba distraído, en qué pensaba, y no les quise decir “En el cuervo”. Era mi secreto, diría incluso que era mi cuervo, pero él era libre, más que yo.
E incluso a veces sentía en el fondo que era yo quién le pertenecía a él.
Y ahí estuvo el cuervo días. Semanas. A veces me despertaba y ahí estaba el cuervo sobre mi móvil, y por no moverlo no miraba el móvil. Y llegué tarde muchas mañanas justificando que había pasado una muy mala noche, que no había dormido, cuando era el cuervo quien apagaba mi despertador al no dejarme a mi apagarlo. Y en ese estado de semisomnolencia a primera hora de la mañana ante la mirada atenta del cuervo volvía a dormirme, haciéndome bola en el edredón calentándome de la fría mirada del cuervo que veía todo, incluso cuando yo era solo un objeto para él.
Un día descubrí que cuanto más tenía que hacer más pesadamente se movía tras de mí el cuervo. Incluso le perdía de vista. Y si estaba a solas con alguien mucho rato no podía esconderse y a veces noté que alguien lo entreveía y miraba fijamente al cuervo cuando creía que yo estaba distraído, y me dí cuenta de que había gente que lo veía como yo, pero no me atreví a hablar de ello. Y un día de ajetreo laboral y ajetreo amoroso me dí cuenta de que no estaba. O que no lo había visto en todo el día. Quizá en toda la semana. Y empecé a olvidar el color del cuervo. Pero no su mirada.
A veces me visita, o yo lo visito a él, no lo sé. Lo he odiado a veces pero realmente me odiaba a mi por no haberme atrevido a espantarlo. Porque incluso cuando lo recuerdo me doy cuenta de lo majestuoso que es, y la extraña belleza que porta.

Acepto sus visitas y acepto sus ausencias, ambas traen cierta belleza.

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