Estaba sentado en el
sofá cuando entró el cuervo en mi habitación. Y claro, mi segundo
pensamiento (El primero fue la sorpresa) fue “Nunca más”,
sin embargo ese cuervo no dijo nada. Aunque a decir verdad tampoco le
hablé a él. Tal y como entró decidí no molestarle, al fin y al
cabo soy animalista y no creí que pudiera romper nada, por lo que lo
dejé estar y a su forma él me dejó estar a mi. Nos contemplamos un
buen rato. Yo le contemplaba muy detenidamente. Su color era
verdaderamente bello, a ratos mate a ratos brillante, y cuando abría
las alas era magnífico, y yo, desde mi sofá, lo observaba e incluso
sonreía en su presencia. Él sin embargo no parecía admirado por mi
presencia, e incluso a veces sentía que no me veía, como si mi yo
se hubiese puesto al nivel del yo del sofá o del yo de la mesa
redonda del centro de la habitación.
Tras
un largo rato de calmadas observaciones (Fueron segundos, minutos u
horas no lo sé) quise ir a la cocina. Y quizá ahí algo de mi
empezó a ver problemas o más bien preocupaciones cuando no supe si
dejar solo al cuervo era buena idea, pero en cuanto me moví vi clara
su intención de seguirme lo que me dio cierto alivio, cierta calma
pensar que no iba a cambiar nada moviéndome yo. Llegué
a la cocina y casi incluso el cuervo entró a la cocina antes que yo,
anticipando mis pasos. Al llegar volví a quedarme mirando el cuervo.
Verdaderamente bello, con un punto de aterrador que lo hace muy
atractivo. Al
rato saqué dos vasos de agua y el cuervo ni miró el suyo. Le ofrecí
pan y lo rechazó. Decidí hacerme un sandwich y una vez terminado
miró con ganas mi sandwich y le ofrecí trozos que cogía con una
delicadeza felina, lo que hizo que no temiera ofrecerle comida, como
sucedería en adelante.
El
cuervo seguía mis pasos allá donde fuera, pero si estaba con gente
se alejaba, y notaba
como me observaba desde lo lejos, lo suficientemente cerca para que
el supiera que podíamos vernos y lo suficientemente lejos para no
decirle a los que estaban conmigo “Mirad, ¿veis ese cuervo? Me
sigue a todas partes”. Habría quedado extraño y estúpido, aunque
sí me sorprendía la gente preguntándome por qué estaba distraído,
en qué pensaba, y no les quise decir “En el cuervo”. Era mi
secreto, diría incluso que era mi cuervo, pero él era libre, más
que yo.
E
incluso a veces sentía en el fondo que era yo quién le pertenecía
a él.
Y
ahí estuvo el cuervo días. Semanas. A veces me despertaba y ahí
estaba el cuervo sobre mi móvil, y por no moverlo no miraba el
móvil. Y llegué tarde muchas mañanas justificando que había
pasado una muy mala noche, que no había dormido, cuando era el
cuervo quien apagaba mi despertador al no dejarme a mi apagarlo. Y en
ese estado de semisomnolencia a primera hora de la mañana ante la
mirada atenta del cuervo volvía a dormirme, haciéndome bola en el
edredón calentándome de la fría mirada del cuervo que veía todo,
incluso cuando yo era
solo un objeto para él.
Un
día descubrí que cuanto más tenía que hacer más pesadamente se
movía tras de mí el cuervo. Incluso le perdía de vista. Y si
estaba a solas con alguien mucho rato no podía esconderse y a veces
noté que alguien lo entreveía y miraba fijamente al cuervo cuando
creía que yo estaba distraído, y me dí cuenta de que había gente
que lo veía como yo, pero no me atreví a hablar de ello. Y un día
de ajetreo laboral y ajetreo amoroso me dí cuenta de
que no estaba. O que no lo
había visto en todo el día. Quizá en toda la semana. Y empecé a
olvidar el color del cuervo. Pero no su mirada.
A
veces me visita, o yo lo visito a él, no lo sé. Lo he odiado a
veces pero realmente me odiaba a mi por no haberme atrevido a
espantarlo. Porque incluso cuando lo recuerdo me doy cuenta de lo
majestuoso que es, y la extraña belleza que porta.
Acepto
sus visitas y acepto sus ausencias, ambas
traen cierta belleza.
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