viernes, 14 de octubre de 2016

Con maña, tranquilidad.
Con la delicadeza de un relojero y el amor de una madre.
Como una caricia.
Dulce, suave, persistente.
Como quien canturrea dando vueltas al caldo en el fuego,
y da un beso en la sien,
en un idioma que no hablamos ninguno y entendemos todos.

Un cuadro de Vermeer.
Pausado, bello, luminoso.
Como el segundo de paz al apagar el coche,
antes de volver a la vida,
acurrucado en el silencio repentino de la radio.

Como la vista del valle desde el monte,
con cuadros de colores de las parcelas,
todos distintos, todos vivos,
y tu en el monte,
mirando
todo.
El cielo,
el horizonte.
Y yo
mirando tus suspiros,
el rizo que aleatoriamente se mueve más allá del resto del pelo,
como un niño que baila
y rie
para después dormir.
Y me miras después,
como si yo fuera el horizonte,
el cielo,
sin ser yo nada de eso.
Pero no me importa.

Y tu lo sabes, no soy perfecto,
dejo abiertas puertas en lugar de ventanas,
y cierro cajones cuando hay que abrir la boca.
Pero calladamente sabes que no importa,
aunque a mi sí.
Y yo te veo tan perfecta cuando abres las ventanas,
y subrayas lo que hay que destacar:
las sonrisas, los susurros en el oído,
despertarme a besos en mi ceño fruncido.

A veces pausas las cosas bellas,
y otras las pasas tan rápido que me dejas mudo,
pero no me importa,
porque de bellas no importa la velocidad.


Hay a quien se le olvida que la mejor parte de dormir acompañado es soñar juntos.

jueves, 13 de octubre de 2016

El cuervo

Estaba sentado en el sofá cuando entró el cuervo en mi habitación. Y claro, mi segundo pensamiento (El primero fue la sorpresa) fue “Nunca más”, sin embargo ese cuervo no dijo nada. Aunque a decir verdad tampoco le hablé a él. Tal y como entró decidí no molestarle, al fin y al cabo soy animalista y no creí que pudiera romper nada, por lo que lo dejé estar y a su forma él me dejó estar a mi. Nos contemplamos un buen rato. Yo le contemplaba muy detenidamente. Su color era verdaderamente bello, a ratos mate a ratos brillante, y cuando abría las alas era magnífico, y yo, desde mi sofá, lo observaba e incluso sonreía en su presencia. Él sin embargo no parecía admirado por mi presencia, e incluso a veces sentía que no me veía, como si mi yo se hubiese puesto al nivel del yo del sofá o del yo de la mesa redonda del centro de la habitación.
Tras un largo rato de calmadas observaciones (Fueron segundos, minutos u horas no lo sé) quise ir a la cocina. Y quizá ahí algo de mi empezó a ver problemas o más bien preocupaciones cuando no supe si dejar solo al cuervo era buena idea, pero en cuanto me moví vi clara su intención de seguirme lo que me dio cierto alivio, cierta calma pensar que no iba a cambiar nada moviéndome yo. Llegué a la cocina y casi incluso el cuervo entró a la cocina antes que yo, anticipando mis pasos. Al llegar volví a quedarme mirando el cuervo. Verdaderamente bello, con un punto de aterrador que lo hace muy atractivo. Al rato saqué dos vasos de agua y el cuervo ni miró el suyo. Le ofrecí pan y lo rechazó. Decidí hacerme un sandwich y una vez terminado miró con ganas mi sandwich y le ofrecí trozos que cogía con una delicadeza felina, lo que hizo que no temiera ofrecerle comida, como sucedería en adelante.
El cuervo seguía mis pasos allá donde fuera, pero si estaba con gente se alejaba, y notaba como me observaba desde lo lejos, lo suficientemente cerca para que el supiera que podíamos vernos y lo suficientemente lejos para no decirle a los que estaban conmigo “Mirad, ¿veis ese cuervo? Me sigue a todas partes”. Habría quedado extraño y estúpido, aunque sí me sorprendía la gente preguntándome por qué estaba distraído, en qué pensaba, y no les quise decir “En el cuervo”. Era mi secreto, diría incluso que era mi cuervo, pero él era libre, más que yo.
E incluso a veces sentía en el fondo que era yo quién le pertenecía a él.
Y ahí estuvo el cuervo días. Semanas. A veces me despertaba y ahí estaba el cuervo sobre mi móvil, y por no moverlo no miraba el móvil. Y llegué tarde muchas mañanas justificando que había pasado una muy mala noche, que no había dormido, cuando era el cuervo quien apagaba mi despertador al no dejarme a mi apagarlo. Y en ese estado de semisomnolencia a primera hora de la mañana ante la mirada atenta del cuervo volvía a dormirme, haciéndome bola en el edredón calentándome de la fría mirada del cuervo que veía todo, incluso cuando yo era solo un objeto para él.
Un día descubrí que cuanto más tenía que hacer más pesadamente se movía tras de mí el cuervo. Incluso le perdía de vista. Y si estaba a solas con alguien mucho rato no podía esconderse y a veces noté que alguien lo entreveía y miraba fijamente al cuervo cuando creía que yo estaba distraído, y me dí cuenta de que había gente que lo veía como yo, pero no me atreví a hablar de ello. Y un día de ajetreo laboral y ajetreo amoroso me dí cuenta de que no estaba. O que no lo había visto en todo el día. Quizá en toda la semana. Y empecé a olvidar el color del cuervo. Pero no su mirada.
A veces me visita, o yo lo visito a él, no lo sé. Lo he odiado a veces pero realmente me odiaba a mi por no haberme atrevido a espantarlo. Porque incluso cuando lo recuerdo me doy cuenta de lo majestuoso que es, y la extraña belleza que porta.

Acepto sus visitas y acepto sus ausencias, ambas traen cierta belleza.

viernes, 7 de octubre de 2016

Muros y martillos

¿Y qué más hace falta para sentir la verdadera liberación?
Por el momento de salir de la prisión propia, de olvidar la prisión ajena, por sentir ese aire distinto.

Uno ya no sabe cuántas puertas tiene que abrir, cuántos muros se chocan contra tus narices, a menudo sin moverte, tranquilamente, sin piedad.
Y esos muros siempre son propios.
La gente no abandona muros, no construye muros para los demás y los olvida en el camino, ningún muro sigue en pie sin alguien que lo sujete.

Es incluso bello ver como se construyen solos los muros, sin ningún esfuerzo pero sin pausa. Muros en los ojos y en los oídos. Muros para darnos de bruces contra ellos cuando se nos olvidan dónde los hemos puesto.
Y hay belleza en destruirlos, aunque también estupidez. Uno solo destruye los muros que puede rodear y olvidar.
Y hay muros que son pura belleza. Muros de amor, muros de verdad, muros de superación.
Y muros terribles, muro de dolor, de ansiedad, de frustración y muros de soledad.
Esos son los más terribles, los muros terriblemente propios. Muros tan amplios que parece que no rodean nada, pero alejan a uno mismo de todo.

Pero solo hay que olvidar que existen para que caigan solos.
Porque también hay martillos abandonados que actúan solos.
Martillos de ilusión.
Martillos de verdad.

Martillos de esperanza.