¿Y qué más hace
falta para sentir la verdadera liberación?
Por el momento de
salir de la prisión propia, de olvidar la prisión ajena, por sentir
ese aire distinto.
Uno ya no sabe
cuántas puertas tiene que abrir, cuántos muros se chocan contra tus
narices, a menudo sin moverte, tranquilamente, sin piedad.
Y esos muros siempre
son propios.
La gente no abandona
muros, no construye muros para los demás y los olvida en el camino,
ningún muro sigue en pie sin alguien que lo sujete.
Es incluso bello ver
como se construyen solos los muros, sin ningún esfuerzo pero sin
pausa. Muros en los ojos y en los oídos. Muros para darnos de bruces
contra ellos cuando se nos olvidan dónde los hemos puesto.
Y hay belleza en
destruirlos, aunque también estupidez. Uno solo destruye los muros
que puede rodear y olvidar.
Y hay muros que son
pura belleza. Muros de amor, muros de verdad, muros de superación.
Y muros terribles,
muro de dolor, de ansiedad, de frustración y muros de soledad.
Esos son los más
terribles, los muros terriblemente propios. Muros tan amplios que
parece que no rodean nada, pero alejan a uno mismo de todo.
Pero solo hay que
olvidar que existen para que caigan solos.
Porque también hay
martillos abandonados que actúan solos.
Martillos de
ilusión.
Martillos de verdad.
Martillos de
esperanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario